lunes, 20 de noviembre de 2017

Pánico irracional



Empezó como una leve molestia. Como una etiqueta inoportuna en una prenda de ropa y o una piedrecita juguetona que se te cuela en el zapato. Algo en un principio nimio que acaba por centrar toda tu atención: el número pi es irracional. También el número e. Incluso la razón áurea. ¡La razón áurea, por dios! Irracional. ¿Qué clase de razón puede ser esa?

Al principio era una mera displicencia estética pero terminó convirtiéndose en un pérfido desasosiego. Primero insomnio, temblores, sudor frío, falta de apetito, cambios bruscos de humor. Después entumecimiento, cefaleas, migrañas y siempre la perversa irracionalidad decimal como desencadenante de tales síntomas.

Decidí consultar mi problema con un profesional. Le expuse ese malestar ante los números irracionales. Y con los decimales periódicos, también. El hombre hizo lo que pudo. “Así que le dan pánico los decimales”. Yo puntualicé que sólo me sucedía con los irracionales. Y con los periódicos. Si uno hace una división y le salen tres decimales no pasa nada. Aunque más ya empieza a ser molesto. Aún así es aceptable. Sonrió ante mi derroche de tolerancia, enarbolando su máxima “al final todo es la mente”, con la certeza de que estaba ante un caso de trastorno obsesivo compulsivo de manual, TOC para los amigos. Toc-toc, ¿quién es? ¡El toc! Pase, pase, como si estuviera en su casa. Vale, ya sigo.

Muchos conocerán el denominado síndrome de Staendhal, esa sensación de desbordamiento ante lo sublime, ese maravillarse colmado hasta el punto de nublar los sentidos. Bien, a mi me sucede justo lo opuesto. Y no me parece justo, “síndrome” suena mucho mejor que “trastorno”. Menos si es de inmunodeficiencia, claro. La cuestión, para no desviarnos del tema, es que al ver que con las sesiones no avanzábamos en absoluto un día planteó la alternativa de la medicación, tal vez harto de ver mis muecas ante los desvaríos que salían de su calculadora. “¿Y qué le parece esta cifra?”, decía. Entendí que no podía ayudarme, de hecho lo sabía antes de poner un pie en su consulta: el problema era de aquellos números y no mío.

Días después, tomando unas cervezas con un colega biólogo, surgió la cuestión y comentándola concluyó así: “Al final es todo química”. Bioquímica, de ahí las pastillas, claro. Aún así seguía sin estar convencido. Tengo presente el comentario que escuché a un físico, bastante acertado en mi opinión: “Lo siento por los químicos y los biólogos pero al final todo es física aplicada”. De hecho comparto eso apreciación sobre química y biología y se la aplico también a la física desde mi punto de vista, como matemático. Ni que decir tiene que eso sólo pone las cosas peor.

Que al final todo sea matemática, irracional. Porque vamos a ver. ¿Acaso hay alguien en su sano juicio que pueda soportar que 1 no sea divisible entre 3? Cero coma 3, 3, 3, 3, 3, 3… Según algunos está resuelto, se pone un pequeño paréntesis horizontal (¿qué hace un paréntesis en horizontal? Eso también me molesta) y de tan burda forma se le da remiendo a un asunto cabal. Es una zafiedad enervante. Una burda simplonería. Pero lo contrario es aún peor, lo contrario es otro 3. Otra solución que se sabe que no soluciona nada sino que es más bien la causa del problema.

Esa realidad, en toda la dolorosa extensión de su crueldad, no es nada comparado con ver un 7 detrás del último 6 cuando uno divide 2 entre 3 . Eso es pena de muerte. ¡Es mentira!
La única verdad es que 6 y 3 nunca van a sumar diez. Es imposible hasta como milagro. Pero es que también es imposible una secuencia infinita. No hay reconciliación posible ni cura para mi enfermedad.

Y la culpa es del 3. A la mayoría de la gente le gusta el 3, es un número simpático, dicen. A mí también me gusta. Pero lo odio. Está en todas partes, se mete en todo. Pero con sutileza, a traición, para que a la mayoría de los mortales les pase desapercibido y sólo los familiarizados son su veneno y malas artes lo reconozcamos ipso facto en sus diabluras, como unas posaderas que se muestran a la luz del día ante todos pero sólo atormenta la cordura de unos pocos desafortunados. Como dios haciéndote un calvo. Implícito. Y alguno aún dirá, si 6 y 3 jamás van a sumar diez, al menos ahí no está el 3. Pobres diablos. No saben que diez es en realidad el triple más el tercio, de propina. ¿Cómo que el triple de qué y el tercio de qué? ¿Es que nadie me ha escuchado? Del puto 3.

Se puede objetar que no hay ningún 3 en el uno, y es cierto. Ahora bien, como a alguien se le ocurra ponerle un 3 dividiendo tendrá una orgía de treses sin fin para los restos. Y tampoco lo hay en el dos, ¿cierto? Hasta que alguien lo divida entre 3 y tendra una infinita ristra de seises, que no es un 3 sino dos. Tal vez el cuatro escape de su ponzoñosa influencia. Así es a primera vista, hasta que uno repara en que es seis lo que le separa de la decena. Divida, dívidalo entre 3 y verá que sigue el mismo camino que el resto. ¿Tal vez el cinco esté libre de esta plaga? Quizás quede algún rincón en el universo libre de treses, ¿podría ser ese lugar el cinco?

Veamos: cinco, diez, (este voy a hacer como que no lo he visto) QUINCE, veinte, veinticinco, TREINTA. ¡Tres veces el triple y el tercio y está lleno de cincos! Para ser exactos, seis. El cinco también es cómplice, traiciona el doble que cada dos por tres. Suficiente, a la tercera va la vencida, no puedo más. ¿Y el siete? No es más que lo que le falta a 3 para diez, o peor aún, 3 es lo que le falta para diez a siete. Por no hablar de dividir. ¿Tal vez el ocho quede libre de mácula? Tal vez para un ciego. Y ahora lo digo literalmente, no sé como se escribe ocho en braile pero cualquiera que no esté ciego, ¡puede ver que eso son dos treses!

Lo que expongo es evidentemente grave pero alguien podría objetar que se puede vivir sin dividir entre 3. Ay, si el problema fuera sólo dividir. Multiplique entonces, multiplique. Cualquier cifra que se acerque a un 3 como factor quedará encinta de su malsana influencia y dará como resultado otra, cuyos dígitos sumados entre sí devuelvan otro múltiplo de 3. ¿Quiere ver a qué me refiero? Repasemos la tabla del 3. 3 por cuatro, doce. Que es un uno y un dos ¡que suman 3! 3 por cinco quince, ¿y qué es el seis? ¡Exacto, el doble de 3! 3 por seis dieciocho, estupendo, ni uno, ni dos sino tres treses, 3 por siete veintiuno, y así… Eternamente. A perpetuidad. Sin escapatoria.

¿Comprenden ahora mi desasosiego? Imagínese el moco más pegajoso que exista. Eso es el 3. Por más que se esfuerce lo tendrá Vd para siempre en la mano y con su torpeza no va a conseguir más que cambiarlo de dedo.
Busqué la salvación en el pensamiento místico. Uno podría pensar que, más allá de la matemática, al final todo es cuestión de fe. ¡Pero ni dios podría deshacerse de un 3! Y así se ha quedado, uno y trino, por los siglos de los siglos. Qué remedio. Pero lo que me supera es que me digan que mi problema es a causa del estrés. Estrés. Por supuesto.

Cada vez que miro el reloj el tres está ahí, esperándome agazapado, si no son tres cuartos, tres cuartos faltan y si son y media son 30 minutos. Doble peor si son en punto. Tengo la inquietante sensación que cuando dios dijo aquello de “hágase la luz” el 3 proyectó su sombra. Ya estaba allí, oculto entre las tinieblas, listo para propagar su infecciosa influencia.

Mi salud está empeorando hasta el extremo de incapacitarme para mi trabajo. He empezado a oír voces, cada vez que he de multiplicar un 3 por un cero escucho como en un murmullo “ya veremos, ya veremos”. Por un tiempo encontré consuelo en los números primos. Al menos sé que ahí la ponzoñosa malicia del 3 queda circunscrita a su estampa. Ni siquiera sus dígitos forman un 3 ni ninguno de sus múltiplos. Hasta que reparé en que, como es natural, tampoco suman nunca 0. Fue entonces cuando supe que todo está perdido. Comprendí que lo que sentía era vértigo y que había estado contemplando el vacío. Un ancho vacío. Un vacío profundo. Un vacío alto. Sería más soportable si fuera sólo un vacío, en lugar de 3.

viernes, 8 de septiembre de 2017

El punto ciego

Creo que por fin lo he comprendido, no sé desde cuando. Esa extraña afinidad que he sentido desde siempre con los locos, los vagabundos, los marginados y los desahuciados de esta sociedad.

Tal vez arrastrara desde siempre una intuición intangible que con los años se ha condensado en razón. En cualquier caso hoy veo con claridad el motivo: señalan nuestro error, nuestro desatino, el punto ciego que no podemos ver que no vemos. O tal vez sea sólo otro de ellos.

martes, 18 de julio de 2017

Fue el mundo

Él sólo dio un paso desde la barandilla. Fue el mundo lo que se le cayó encima.

domingo, 2 de julio de 2017

El bache

Por un instante es como si se detuviera el tiempo, como si se ralentizara hasta congelarse y tardara unos momentos en percatarse del descuido de su obligación perenne, pasar inexorablemente.

Se crea un vacío con forma de vértigo en el estómago de los tripulantes como resultado de la recién descubierta ingravidez: están en ese preciso instante en caída libre y no hay suelo que sostenga sus pasos ni gobierno que pueda alterar su ya predestinado rumbo.

Vuelan sin alas, caminan sin tocar el suelo que, aún responsable de su peripecia,
les aguarda ajeno. Y a mayor velocidad, más dura la caída.

Si sobreviene inadvertido es como si se te escapara la vida misma, como si el alma abandonara por un instante el cuerpo y, la mente, más despierta que nunca, con un ruido blanco de fondo aguarda agazapada a que las aguas de la realidad vuelvan a su acostumbrado cauce. Y a veces así sucede. Otras, no.

Yo soy el bache.

Los viajantes

Hay gente que no tiene nada que hacer en la vida.Van de sus casas a sus trabajos y a la inversa, mantienen sus hogares pulcramente ordenados y en sus ratos libres ven programas de televisión. Es el tipo de gente que al llegar el verano y hallarse con un mes completo de asueto, viaja.

No tienen nada más que hacer y simplemente se llevan ese nada a otra parte, desplazan la oquedad de sus vidas arriba y abajo por el globo con la excusa de ver esto o hacer aquello, por lo general el tipo de visitas guiadas que siguen un programa o actividades con monitores para después poder vender la experiencia a través de las redes sociales omitiendo siempre los tediosos trámites que todo viaje implica: las esperas, los traslados, los largos paseos estériles y futiles que parecen cobrar sentido en un escenario nuevo.

Disfrazan su aburrimiento con el nombre de otros lugares, con frecuencia lejanos y exóticos. Cagan y comen sin más finalidad que volver a comer para volver a cagar en un bucle carente de sentido que parece no tener fin, como sus propias vidas.

Apenas saben nada del mundo y se permiten el lujo de pasear su ignorancia de país en país huyendo de un vacío que portan consigo, como quien pretende huir de su propia sombra. Y sacan fotos de deslumbrantes mediodías como si hubieran conseguido por fin huir de ella.

Los llaman turistas. También dicen que lo que mueve el mundo es el sexo y el dinero, y en gran parte es cierto, pero hay una fuerza subyacente, denominador común de las dos anteriores: la estupidez.

Sucede un poco como en física cuántica: el observador afecta a la observación, los fotones que rebotan en la retina terminan por alterar el paisaje, dramáticamente en este caso.

Así, puede uno pensar en las grandes maravillas del mundo y en los más cautivadores paraísos para después vivir la experiencia de las eternas colas. aglomeraciones y otros inconvenientes habituales. Tan habituales que son, no sólo parte de la actividad en sí misma, sino la mayor parte de ésta.

Para fortuna de algunos, pueden omitirse del encuadre de la fotografía para que no empañen la vívida imagen de felicidad que se quiere transmitir y que nunca conocieron. Tal vez por eso muchos siguen siendo seducidos por esas promesas que nunca se cumplen, en forma de folleto de agencia de viajes.

La estupidez mueve el mundo y recorre la faz de la tierra en forma de turista. Y esa estupidez, ese vacío insondable de algunas mentes es parte estructural de la economía de no pocos países. Negocios y sectores enteros se sostienen y elevan sobre los hombros de tan afanados idiotas.

El viaje puede ser un medio o un fin en sí mismo, incluso una forma de vida, pero jamás el contenido de un recipiente vacío. Aún así muchos consiguen engañar por algún tiempo a sus mentes cambiando el paisaje que ven sus ojos bajo el sabio consejo de "tienes que verlo" como si no llevara siglos inventada la fotografía.

Ese mismo ingenio del que se vale el turista tipo como prueba que atestigüe lo incuestionable de su felicidad. Horarios, compromisos, obligaciones. El turismo es casi el trabajo para quienes no saben qué hacer con sus vacaciones, del mismo modo que la escritura es cualquier cosa menos silencio para los que no callan aunque no despeguen sus labios. Y tú, ¿dónde vas este verano?

El turismo es el síntoma inequívoco de los pequeño burgueses aletargados y algunas clases trabajadoras que parecen encontrar el sentido de sus vidas a través de trabajos absurdos y prescindibles.

No hay nada que hacer más que ir a otro lugar a seguir haciendo nada, comer y cagar, sus empleos han sustraído cualquier contenido real de sus vidas. Campan a lo largo y ancho del mundo sin rozar ni por un instante la realidad, como teletransportados en su burbuja por los itinerarios dispuestos a tal efecto.

Y por el camino se encuentran a otros tan estúpidos como ellos, así se amontonan año tras año en las playas: el mar, la arena dorada bajo el sol, la suave brisa... O las familias apelotonadas como chinches, los niños repartiendo generosamente arena, los gritos de las madres, la música de la radio y un montón de esos amasijos de carne que llaman cuerpos castigados por el sol.
Saltar por el balcón es la mejor idea que han tenido nunca.








jueves, 23 de febrero de 2017

La moneda de 50 céntimos

Todo empezó, como empiezan muchas cosas, un buen día. Estaba redactando una denuncia por despido para reclamar la indemnización por la extinción de un contrato que consideraba en fraude de ley. De hecho trabajó subcontratado y pensó en solicitar para el juicio, entre otros medios de prueba, el contrato mercantil que "vinculó o vincula" a ambas empresas y se le ocurrió una pequeña maldad, una superflua errata voluntaria. Por lo menos en apariencia. A su parecer aquella pequeña errata de una sola letra decía más de la realidad que el resto de palabras que conformaban el escrito de denuncia.

Y es que la realidad es que las empresas que externalizan servicios subastan sus contratos entre otras menores dando lugar a situaciones cada vez más lesivas para los trabajadores, siendo estas empresas menores una suerte de mamporreros en la transacción. La denuncia no podía exponerlo en esos términos claros y llanos, por supuesto. De ahí el error: solicitó el contrato mercantil que "vinculó o vencula". Cambiando una sola letra con una sola palabra se relejaba sucintamente la situación. Tal vez alguna secretaria judicial se viera sorprendida por una sonrisa, quizás incluso se le saliera el café por nariz tratando de reprimir la risa y pusiera una nota de color en las grises mañanas del juzgado.
Era una posibilidad. La otra es que un magistrado con un mal día lo tomara como el detalle irrespetuoso que bajo cierto punto de vista podría ser y al final sólo le complicara las cosas en el juicio. Al fin y al cabo el sentido delhumor es algo bastante personal.

Hay decisiones que son claras como un mediodía sin nubes. Otras pueden tener una significación más ténue. Y otras se hallan en un cuasi perfecto equilibrio de pros y contras, riesgos y beneficios. Aquel voluntario error, tras sopesarlo brevemente, se hallaba para él en ese terreno del 50%. No recordaba haberlo hecho antes, al fin y al cabo lanzar una moneda para tomar una decisión parece señalar falta de criterio o determinación. Sin embargo, debe existir aunque remotamente, el punto donde realmente es imposible tomar una decisión fundamentada, a igualdad de valor entre argumentos en un sentido y en otro.

Lanzó, entre risas, la moneda al aire, ya tenía escrita aquella e donde iría una i: si sale cara la dejo. Voló por el aire descontrolada y fue a parar al suelo, saltó de la cama para recogerla aún regocijándose en su inocua gamberrada. Se acercaba carnaval y la moneda mostró el rostro de Cervantes, otro cachondo mental. No había duda ni retracto posible. La e se quedaba.

Sólo faltaba imprimirla, y es aquí realmente donde empieza la historia. Hacía ya varios meses que había decido usar Linux en lugar de Windows, por muchas incomodidades que pudiera suponer, por una cuestión filosófica, según él. De principios. Y eso puede parecer bastante loable pero la parte de la incomodidades puede ser a veces algo más triste. En resumen, por cuestiones más allá de su control (controladores, probablemente) su impresora imprimía mejor en el sistema operativo de la ventanita que en el del pingüino. Lo sabía porque tenía una máquina virtual dentro del sistema operativo Linux que emulaba en cierto modo un sitema windows a todos los efectos. O casi todos: la funcionalidad de copiar y pegar archivos entre ambos sistema aún no había conseguido habilitarla correctamente y recurría a envío de documentos entre cuentas propias de correo para mover algún archivo puntual, a modo de workaround como diría un anglosajón. Una chapuza, en pocas palabras. Pero venía funcionando.

Fue entonces cuando abrió la cuenta de mail que hasta hacía poco había venido utilizando para el trabajo, ya en vías de ser sustituida por cuestiones de comodidad por otra en otro dominio. Y allí vio algo de lo que se había olvidado ya completamente. Tras el puesto de trabajo cuyo despido estaba denunciando había tenido otro al que había renunciado por varias cuestiones: el lugar de trabajo le quedaba muy lejos y por aquellos días de invierno solía soplar un viento del todo desapacible, le habían incluido una curiosa cláusula en el contrato acerca de desplazarse si fuera necesario a otros centros de trabajo de la empresa en otras localidades, el que tenía que ser un horario de tardes se había conertido en horario de mañanas para el viernes, lo cual le impedía en un momento dado buscar alguna otra ocupación y le obligaba a cambiar la hora del despertador y por si fuera poco la que tenía que ser una campaña de venta telefónica "suave" estaba siendo tal vez la más opresiva de las muchas que había conocido, con los coordinadores todo el día encima exigiendo resultados. Para tomar la decisión de dejar aquel puesto de trabajo no tuvo que lanzar ninguna moneda al aire, estaba claro: no superado periodo de prueba.


Y recordaba todo esto porque estaba viendo en su bandeja de entrada un mail sin leer de aquella empresa. Bueno, de la chica que le informó en la fase de selección y que le garantizó que aquella iba a ser una campaña "suave". Una chica muy guapa. Y muy joven. Era, claro, por el finiquito. Ni siquiera se había presentado a firmar, no le beneficiaba en nada, siempre era un viaje en balde a no ser que chantajearan con no pagar hasta firmarlo y hubiera una acuciante necesidad de liquidez. O pagaban en tiempo y forma correctos o denunciaba. Ya le habían tomado demasiado el pelo y había tenido que aprender cuatro cosas por el camino sobre derecho laboral, lo había convertido en una especie de extraño hobby. Al parecer no daba malos resultados, encontró en su cuenta una cantidad incluso superior a la aproximada en números gruesos y al no echar en falta nada ni siquiera se molestó en revisarlo. Y allí estaba aquel mail perdido de un mes atrás de aquella chica tan guapa. No todo podía ser malo en aquel trabajo. Y casualmente, le había comentado un de los compañeros en un descanso, era estudiante de relaciones laborales. También el chaval que se lo contó lo era, en el trabajo se les veía algo más unidos de lo normal. Tal vez sean pareja pensó. Al menos eran compañeros de clase, por lo que entendió, ellos dos y algunos más de allí.


Y al ver el mail reparó con una leve sonrisa en la pequeña casualidad. Se ponía en contacto para ver cuando podía pasar a firmar el finiquito. Que lástima, pensó. Que lástima que sea sólo para eso. Y pensó, por un momento en responder al mail justamente con esa frase. Dudó un momento. No solía mezclar con el trabajo nada que tuviera que ver con su vida personal. O con su vida a secas, según se considere el trabajo. Aunque en los últimos tiempos su vida parecía también querer hacerse presente en las largas horas que dedicaba a ganar algo de dinero. Justo al revés de lo que les sucede a otros que convierten el trabajo en su vida.

Pensó en ella revisando a media mañana el correo y esbozando una de aquellas bonitas sonrisas. Era una de esas sonrisas que iluminan. Pero también recordó las breves palabras durante la formación en riesgos laborales: la información sobre acoso sexual está colgada en el tablón. Ni siquiera estaba trabajando ya allí pero en una conversación de trabajo el comentario estaba objetivamente fuera de lugar y, probablemente en este caso concreto, fuera del trabajo también. Al margen de alguna de aquellas generosas sonrisas no había notado ni el más leve signo de interés hacia él. Y dirigidas a grupos, ni siquiera a él en concreto. Nada más allá de un "¿qué pasa, ----?" en un tono que para nada suponía señal alguna de nada de lo que estaba pensando él. Echando cuentas, muy apuradas, casi podría ser su padre. En fin qué podía hacer, le gustaban más las mujeres jóvenes. Así habían sido prácticamente la mayoría de sus relaciones, aunque tampoco eran muchas. De hecho ya estaba bastante cansado de muchas de las cosas que conlleva una relación, hasta las más simples de si te he visto no me acuerdo.

No es sólo que fuera guapa, que lo era, aunque tal vez hubiera miles de mujeres más guapas que ella. Era su tipo especial de belleza discreta, de grandes contrastes. La cara llena de piercings, nariz, orejas, algo buscados, algo especiales. Pero la manera de moverse, sus expresiones, Serias, como distantes, muy comedidas, muy correctas. El mismo contraste que cuando aquel rostro apaciblemente sobrio se iluminaba con una sonrisa. Supongo que no lo había visto nunca.


El día de la entrevista llevaba un pequeño arañazo bajo un ojo, muy leve pero llamativo, tres o cuatro pequeñas líneas horizontales y paralelas. Estuvo casi tentado de decir algo pero a fin de cuentas no tenía que ver con el trabajo que era por lo que estaba allí. No dijo nada. Algunos días después, durante la formación en riesgos laborales no pudo evitar fijarse en otro pequeño arañazo en la mano y no pudo evitar acordarse de aquel viejo chiste de "el gato es mío y me lo follo cuando quiero". Acertó a contenerse en parte y sólo dijo ¿tú tienes gato, no? Lo confirmó en un tono formal y neutro, alguien añadió algún comentario, aún le quedaban algunos rastros de el arañazo de días atrás y señaló la correlación que había creído entrever. Entonces aquel velo y la compostura de sobriedad se desvanecieron un momento, ella se sonrojó con algún recuerdo divertido justificando que había salido en fin de año. Para sorpresa de él, ya no sólo por la causa si no por ver por un instante algo de lo que se ocultaba bajo aquellas maneras tan impecablemente formales. En seguida volvió la máscara que correspondía a su papel en todo aquello y casi se sintió culpable, ya no por equivocarse, si no por desarmarla un momento de su disfraz.

Aquellos piercings junto con el arañazo le conferían el primer día que la vi una imagen extrañamente salvaje y arrebatadoramente interesante bajo aquellas maneras tan formales. Un animal magnífico. Y lo cierto es que no pensó mucho más, la vida te lleva de un lado para otro bajo la ilusión de escoger tu camino. Sin embargo, al ver el correo, ya desprendido de la mordaza que es el puesto de trabajo, se le pasó por la cabeza ser él por un momento. Algo que suele evitar en buena medida trabajando. Pero lo cierto es que era al fin y al cabo una chiquilla que apenas reparó en su paso por allí. Y tal vez comentaran entre los compañeros de clase de relaciones laborales la respuesta de un correo fuera de tono de "uno que estuvo aquí un par de semanas". Y no es que le importe demasiado lo que puedan pensar, en lo personal. Por otro lado el mundo es muy pequeño y el mundo laboral, más. Así que se hallaba de nuevo indeciso, pocos minutos después. La moneda había funcionado de forma satisfactoria la primera vez así que la volvío a lanzar, solemne. Esta vez tras un corto vuelo acabó de forma precisa sobre el dorso de su mano izquierda, cubierta por la derecha. La destapó dejando ver las cifras grabadas. Tal vez no fuera el momento de echarle un poco de cara.

Ya le había echado algo de cara estando allí y faltando un día por estar algo acatarrado, para lo cual le mandó un mail a ella, ya que no tenía otra vía de contacto y al día siguiente secundando la huelga del sector. Otro mail, esta vez ilustrado con un dibujo sobre la convocatoria a cargo de Azagra, un clásco del cómic algo undergound. Tú tienes mucho que decir, decía una teleoperadora enarbolando sus auriculares con el puño en alto. Iba con segundas, por supuesto. Y es que era bastante irónico que una estudiante de relaciones laborales trabajara en recursos humanos en una empresa que ofrecía las condiciones antes descritas. De hecho tratando de localizar un teléfono de contacto de la empresa que no fuera un 902 se enteró de que tres trabajadores que se habían presentado a las elecciones sindicales habían sido despedidos y el asunto estaba en los tribunales. Tal vez nada fuera casualidad. O tal vez todo lo sea, quién sabe.

Cuando lanzas una moneda sucede algo muy curioso, independientemente de lo que salga. Sucede que descubres si el resultado te complace o no. Que descubres lo que realmente deseas. Claro que, no tiene que coincidir necesariamente con lo que te conviene. Y él se dio cuenta de que, al margen de que finalmente hubiera contestado el correo o no, hubiera preferido que saliera cara. Es una sensación extraña pero tras lanzar la moneda, claramente identificable. De forma mucho más obvia. Aunque suene a sacado de algún cómic de Batman. Te das cuenta de si tienes ganas de volver a lanzarla para que te permita hacer lo que realmente deseas. O te sientes en paz con el resultado y complacido o te entran ganas de hacerte trampas a ti mismo. O tal vez de escribir unas líneas explicándolo todo y pensar: si sale cara, se las envío.

Y tiras la moneda sabiendo que no vas a tener el valor de hacerlo y... vuelve a salir cruz. Tal vez sea mejor no tentar al destino ni hacer más ridículo que el imprescindible, asumir que con los años el amor se convierte en algo mucho más platónico que físico y que hace ya tiempo que he dejado bastante atrás el sexo y todas las complicaciones que de una manera u otra comporta. Es sólo que a veces ves a alguien y piensas, vaya, qué interesante. Aunque más complicado es suscitar a la vez el mismo interés. En cualquier caso, cuando las razones están próximas al 50%, he descubierto una pequeña herramienta que ayuda a clarificar algunas situaciones. Lejos de decidir por ti te muestra lo que realmente deseas y lo que no, extremos que no son siempre tan sencillos de discernir como podría parecer. Aunque ciertamente nada de eso borra la otra mitad. En cualquier caso no está de más tener a mano una moneda de 50 céntimos. Y no voy a alargar más la historia. Mañana tengo que madrugar para presentar un demanda en el juzgado antes de entrar a mi nuevo trabajo.

viernes, 20 de enero de 2017

Si eres tan listo, ¿por qué no eres rico?

¿Quién no ha escuchado nunca esa pregunta? Dirigida hacia sí o hacia otro.
Es el argumento definitivo con el que se descabalga a quien se ha adueñado del trono de la superioridad intelectual en cualquier debate, tertulia o barra de bar.
Si a quien se le dirige tal cuestión le empieza a temblar el pulso, o se le perla la frente de sudor y tartamudea, quien la ha planteado obtiene su recompensa rebajando al cuestionado al mismo pozo de mediocridad que habita el resto, si no aún más abajo.

Es la prueba definitiva, el cúlmen, el súmum, la guinda de la tarta de estupidez e ignorancia que viene a ser el mundo en el que vivimos.
Y es fácil caer en la lógica falaz de tal planteamiento, a fin de cuentas el dinero nos gusta a todos. Sin excepción. Desde el intelecto más elevado al más simple, pocos o nadie hace ascos al vil metal.

De hecho el mundo, cual película de cine negro hollywoodiense, se asemeja en mucho a ese tipo de tramas en que varias partes pugnan interminablemente por hacerse con un botín, por lo general procedente de alguna actividad delictiva. Y generando en dicha pugna, por lo general, más actividades delictivas. Si el mundo fuera una película, ése sería aproximadamente su argumento. Y a uno, que pasa por la vida a lo sumo como un actor de reparto, se le plantea, dado el intelecto del que hace gala, cómo no está entre los protagonistas de esa pelea si no disfrutando ya del botín para sí mismo.

Es el modo en que las mentes que se mueven únicamente bajo los instintos más bajos arrastran a su mismo lodazal al resto. Y el argumento que subyace es irrefutable, claro. ¿A quién no le gusta el dinero? Es cierto. Sin embargo, teniendo en cuenta que la lucha por obtener un billete más es una sangrienta carrera de idiotas en el que muchos mueren y muchos matan, vidas se destrozan, se arruinan y se pierden, lo más cuestionable que se le puede plantear a alguien que se dice inteligente es su grado de implicación en tal despropósito. También a la gente inteligente le gusta el dinero, por supuesto. Sucede que a muchos de los tontos sólo les gusta el dinero. Porque en realidad son incapaces de encontrar placer en nada que puedan hacer por sí mismos y por lo tanto el dinero es, en su caso, el único camino hacia la satisfacción.

Y desde luego, con más motivo, participan en esa pelea tanto o tal vez más ferozmente que cualquiera. Se le puede preguntar a cualquier persona inteligente, es probable que no le importara tener más dinero, es posible que incluso lo desee, pero seguramente no a cualquier precio. Porque, si la persona es realmente inteligente, habrá encontrado en la vida cosas más baratas que el dinero, menos demandadas y menos perseguidas, que le puedan procurar similares satisfacciones sin tener que entrar en la imposible pugna de las legiones de idiotas que persiguen lo que conciben como único fin. Y es que, el problema de los idiotas, es que han convertido el dinero en un fin sin darse cuenta de que es sólamente un medio. Uno muy flexible, desde luego, pero un medio hacia otras cosas al fin y al cabo. Algunos intentan comprar felicidad, amor, tranquilidad, emociones, con más o menos éxito. Pero el dinero en sí, no es nada. De hecho los idiotas más profundos ni siquiera son capaces de darse cuenta de que puede haber otros caminos hacia eso que compran con dinero y tal vez más económicos en esfuerzo o riesgo. Están demasiado ocupados para darse cuenta tratando de ganar dinero, claro. Y desde su paradigma, donde la inteligencia es casi una excentricidad, acusan: no puedes ser listo si no eres rico. Esa es la prueba imborrable de la carencia en las capacidades, dan a entender.

La respuesta ha de ser pausada, pestañeando dos veces, como si uno no supiera bien, a juzgar por lo que expulsa, si está mirando una cara o un culo. Pronunciando las palabras lentamente, con la seguridad con la que se saborea una victoria conocida de antemano:
Porque ya hay demasiados idiotas como tú que se dejan la vida intentándolo.

miércoles, 18 de enero de 2017

Gol

Caminaba por la calle desierta, junto al estadio, que de repente estalló en gritos: gol.
Siguió caminando mientras pensaba: para gol el que os han metido.

jueves, 12 de enero de 2017

El miedo de los valientes

Se tiende a pensar que los héroes son héroes porque no tienen miedo. O en vez de héroes digamos los valientes, aquellos que atesoran valor.
Tener valor sería entonces no tener miedo. En realidad es todo lo contrario, son los estúpidos los únicos que no conocen el miedo.
Hay una diferencia abismal entre calcular un riesgo y asumirlo, y desconocerlo, son extremos opuestos. O ignorarlo o subestimarlo.
El tipo de osadía que procede de la estupidez no puede tener valor alguno, hay una línea que separa la valentía de la inconsciencia.
De eso se deduce que los cobardes no son cobardes por tener miedo, al menos no sólo por eso. Y si tanto valientes como cobardes son susceptibles al miedo, la diferencia ha de hallarse en otro lugar. Tal vez en la cantidad de riesgos que uno está dispuesto a tomar, tal vez en el hecho de tener miedo en lugar de que el miedo le tenga a uno.

El miedo implica cierto grado de conocimiento, requiere la capacidad de anticipar las consecuencias de nuestras acciones y las de los otros. Manifiesta un conocimiento, más o menos preciso, del medio que nos rodea. Y requiere en gran parte de la experiencia. Es en el momento que el miedo impide actuar como sería deseable de forma contraproducente cuando se convierte en cobardía. Es la diferencia entre dominar y ser dominado. De hecho, quien no siente miedo difícilmente se puede sentir valiente: no habría nada que superar ni a lo que sobreponerse. No puede existir por lo tanto valor sin miedo. Unas vez más, como en tantos otros asuntos, la reflexión nos devuelve a la noción de equilibrio. Afirmar que los valientes no tienen miedo es sustraerles todo su valor. Del mismo modo que tratar de valientes a los que son meros estúpidos. Y la cuestión tiene más que ver con procesos internos que con el resultado de sus acciones, aunque se pueda establecer una cierta correlación.

Sería bueno entonces que dejáramos de hablar del valor de los estúpidos y habláramos más del miedo de los valientes.

domingo, 1 de enero de 2017

Los Todólogos

Es imposible, al menos a estas alturas. Nadie, ningún individuo, podría abarcar todo el conocimiento que ha desarrollado la sociedad.
Todo el saber que se ha ido acumulando a través de las sucesivas generaciones. Y se ha conseguido, en cierto modo, desde el juego en equipo, mediante la especialización.
Unos se encargan de una cosa, otros de otra y todos disfrutan de los progresos de todos, o así debería ser.
Uno puede intentar ser autosuficiente pero difícil será que aprenda a fabricar un ordenador, programarlo, fabricar un automóvil, sintetizar un fármaco, trabajar la tierra y hacer punto de cruz. Demasiado para una sola vida. Parece evidente entonces que las ventajas del trabajo en grupo y de esa especialización que cada vez se hace más y más concreta son incuestionables. Y para mí desde luego lo son.

Pero no por ello hemos de dejar de observar las contrapartidas. Y es que, cuando uno está con la cabeza muy metida en un tema particular, es inevitable perder algo de perspectiva. Sólo ve el asunto que se trata y es muy fácil pasar por alto la interconexión que pueda tener con otros. Eso al final se puede convertir en un problema muy grande porque, ineluctablemente, cada profesional que alcanza la frontera del conocimiento actual en su área, requiere para los detalles de un alto grado de especialización. Por lo tanto, poco más o menos, se acaba en el mismo callejón sin salida. Entonces, ¿cuál es la solución? No tiene sentido reducir el acervo del conocimiento para que éste quepa en la cabecita de un solo individuo, sería un retroceso imperdonable. ¿Qué manera de avanzar queda entonces? Pues repetir la misma estrategia de trabajo en grupo pero esta vez en lugar de áreas de conocimiento, en grados de especialización.

Y es aquí amigos míos donde entran en acción los TODÓLOGOS, así con mayúsculas, que se lo merecen. Y ojo, que va en cachondeo pero sin sorna. En un principio puede parecer algo contraintuitivo, claro. Que a un especialista con años de carrerra y experiencia venga alguien con nivel de aprendiz palurdo a decirle hacia donde debe dirigir su línea de investigación le parecerá probablemente una ignominia. Y desde cierto punto de vista puede que lo sea. Pero, ay, amigo, si hablamos de perspectiva los todólogos son los reyes. Los putos amos, y la razón es bien sencilla. No es que sean mejores que el resto ni una raza aparte de elegidos, no. (De hecho basta con ponerles a hacer algo concreto y llevarlo a cabo en los detalles para poder resarcirse de la humillación de que superen a los mejores especialistas, dada su incompetencia en lo factual) Pero la razón de que puedan obrar tales milagros es que realmente, para darse una idea, no necesitan saber mucho de nada. Basta con saber un poco de todo. Será por supuesto el cargo más codiciado en la sociedad como se ambiciona más un menú degustación que un menú de cada jueves paella.

Para ser justos y no crear falsas expectativas, hay que decir que no todo el mundo puede ser un Todólogo de éxito. Se requiere un déficit de atención importante y un culo inquieto rozando lo enfermizo o la infestación por pulgas. Es imprescindible el ejercicio activo del olvido. Lo de no acordarse es de amateurs. Así se desprenden del lastre de lo banal para poder volar sobre el resto de mortales especialistas señalándoles, cual divinidad hebrea, el camino a seguir. Si bien la idea no es estar cuarenta años en el desierto. Pero desprendámonos de lo accesorio, como suelo proponer a mis citas. Al final ese esforzado ejercicio del olvido tiene por finalidad retener lo esencial, lo fundamental, lo básico, lo elemental. Ellos son divinidades puesto que el diablo, está en los detalles. Y los todólogos siempre andan muy lejos de eso.

¿Quieren pruebas? Ténganlas. ¿Cómo creen que Flemming descubrió la penicilina? (Podría darse el caso de que además hubiera creado a James Bond, pero no era un todólogo, así que ése fue otro Flemming) Pues muy sencillo, por que la asistente que tenía que retirar aquella podredumbre era una todóloga profesional: estaba pensando en hacer la colada, qué iba a preparar de cena, si el niño se había vuelto a pelear en el cole y a ver si esta noche, por fin... Por supuesto que sí. Ha habido todólogos en todas las épocas pero hasta ahora privados de todo reconocimiento, porque ahora, justamente ahora que el desarrollo humano se encuentra en su cénit, que la humanidad toca el cielo con los dedos, que las sociedades han alcandazo la cumbre más alta hasta la fecha, ahora, es cuando la hostia puede ser más grande. Asumámoslo, la especialización nos está limitando aunque no podamos renunciar a ella. Y es que al final uno puede elegir crecer a lo alto o crecer a lo ancho, pero crecerá lo que tenga que crecer y no más. Así la especialización ha erigido tremendos colosos verticales, desde cuya cúspide ni se ve el suelo y los todólogos son como la mugre que cubre el piso, eso sí, del mundo entero y varias veces.

Y sí, es que dan mucha rabia. Y no, claro que no siempre aciertan. Por no hablar de los detalles. Pero no son sólo necesarios, son ya imprescindibles. Y créanme, cuando un todólogo acierta es una sensación incomparable, no sólo para él si no para la sociedad de la que forma parte. Es parecido a cuando alguien acierta una canasta desde su campo y de espaldas ante un pabellón lleno. La gente enloquece. Como hacer un hoyo de golf al primer golpe con una pala de cricket. Es la revelación de que dios existe en cada uno de nostros. También en los todólogos. ¿Vd cree que alguien podría hacer ciencia a la vez que humor? Pregunte a un todólogo. Obrarán los más maravillosos milagros, pero no se confunda. No deje que le engañen, porque posiblemente lo intenten: no están capacitados para hacer absolutamente nada. Les sobran nueve dedos en las manos, se bastan con el índice para decir: eso es lo que hay que hacer. Y seguramente ni se molesten en decir "hazlo". Eso se da tan por supuesto como el aire que nos separa. Y si Vd aún no lo sabe aguardarán pacientes hasta que lo aprenda olvidándose de su asunto y enfocándose en otro. Al final no son ellos los que se quedan con el problema puesto que van huyendo de ellos en mayor medida que en la que los solucionan.


Es natural que despierten envidias y recelos, rodeados del lujo más excéntrico, los coches más veloces y las mujeres más lentas. Pero es una escasa remuneración por los beneficios que le procuran a la humanidad, llevar el conocimiento un paso más allá, caminando ya no sobre las aguas o sobre las nubes si no sobre el mismo cielo sin base alguna. Hacer posible lo imposible. Seres de luz que iluminan nuestra propia sombra. Así que, cuando enfrente un problema a todas luces irresoluble y se vea incapaz de distraerse de él como haría un buen todólogo, ya sabe donde acudir, ¿verdad? ¿A quién va a llamar? No, a los cazafantasmas se les llama en todo caso justo después que al todólogo. Muchos se estarán riendo, claro. Otros tal vez vean que hay razones muy válidas en esta líneas y piensen que se hallan empañadas por una gran falta de rigor, con lo cual puede que sonrían también. Pero los únicos que en realidad pueden reírse de todo son los auténticos profesionales de la materia del todo. Créalo, señora, créalo, caballero: se lo dice un todólogo.