jueves, 29 de diciembre de 2016

Amor y odio

-La gente me ama y me odia.
-¿Por qué te aman, maestro?
-Porque les ofrezco la verdad.
-¿Y por qué te odian?
-Porque les ofrezco la verdad.

miércoles, 14 de diciembre de 2016

Fundido en negro


Picaron a la puerta de la habitación. La enfermera, que estaba cambiando la bolsa de suero abrió la puerta.
-Hola, soy el subinspector -----, vengo a ver al paciente ----- ----- -----.
-Sí es aquí adelante.
En la cama, un paciente en estado grave. Acababa de sufrir un accidente. Le habían atropellado cuando volvía del trabajo y podía contarlo de milagro.
Tenía ante sí al policía que debía tomarle declaración una vez su estado de salud, aún revistiendo cierta gravedad, se había estabilizado.
El subinspector se presentó y su primera pregunta fue:
-¿Cómo se encuentra?
El paciente describió un semicirculo ascendente de derecha a izquierda con sus pupilas. La enfermera le había ayudado a apartar la mascarilla de oxígeno.
Estaba cansado y probablemente aturdido debido a los efectos de la medicación y las consecuencias del accidente.
-He tenido días mejores.
La respuesta fue seca pero no pudo menos que despertar una leve sonrisa en su interlocutor.
-Por supuesto. ¿Sabe por qué estoy aquí?
-Para tomarme declaración, sí, me han avisado.
Cabeceó vagamente en dirección a la enfermera. La mitad de su rostro era una paleta de tonos rojos y violetas y algunas pinceladas ocres del antiséptico. Tenía un pómulo muy hinchado que le impedía abrir completamente un ojo cuyo blanco había sido invadido en parte por la sangre.
-¿Cree Vd que está en condiciones de...?
-Sí, sí...
-De acuerdo, entonces...
-Pero no me trate de Vd.
Le costaba pronunciar las palabras.
-¿Perdón?
-Que no me trate de Vd., por favor.
La respiración le era bastante dificultosa y su cara estaba constreñida en una mueca de dolor constante.
-¡Ah, claro! Cómo no. De acuerdo. Bueno, te voy a pedir que me expliques todo lo que recuerdes del accidente, cómo fue, qué viste, todo lo que recuerdes.
Sacó una pequeña libretita del bollsillo de la chaqueta que incoporaba un bolígrafo y la abría y presionaba el boli mientras pronunciaba las palabras. Pura rutina.
-¿Y no sería más fácil grabarlo?
-¿Eh? ¡Ah, grabarlo! Con el móvil dices... Bueno ya hay, hay compañeros que lo hacen, sí. Yo es que ya soy de la vieja escuela, supongo. Bueno, ¿qué pasó?
Le sabía mal preguntar de nuevo pero le costaba bastante entenderlo. Compadecía inevitablemente a aquello que quedaba sobre la camilla del ser humano que un día fue.
El paciente hizo además de incorporarse levemente pero sin apenas moverse un ápice.
-Enfermera, podría...
-¿Sí?
Tras cambiar la bolsa de suero parecía estar repasando que todas las máquinas a las que el paciente estaba conectado estuvieran funcionado correctamente.
-¿Podría dejarnos a solas?
-Claro que sí. Pero si necesita cualquier cosa ya sabe donde está el timbre.
Terminó de revisar la conducción de unos tubos y ya iba camino de la puerta.
-Después vendré a verle.
Su tono era afable. Mientras salía deslizó la mano por encima del hombro del policía a la vez que le sugería en tono algo más bajo pero aú claramente audible:
-No le canse mucho.
Luego ya más alto a ambos:
-¡Hasta luegooo!
Así, alargando la o.
La ceja del inspector que se había arqueado tras escuchar la petición del paciente volvió a su sitio para responder a la enfermera, que se marchaba tras el respaldo de su silla, negando con la cabeza.
-No, no, descuide, será un momento.
La puerta se cerró suavemente.
La ceja del inspector volvió a su posición previa de elevación.
-¿Y bien?
El paciente carraspeó un poco.
-Perdona, ¿me has dicho que te llamas?
-Soy el subinspector ----- -----.
-Subinspector… ¿Y eso es mucho?
-Bueno, es menos que inspector pero supongo que no puedo quejarme.
El amasijo de heridas que era el paciente pareció intentar esbozar un sonrisa que de inmediato reprimió un gesto de dolor.
- Bien, bien… como verás… estoy un poco jodido y me cuesta un poco… me duele hasta hablar.
-Ya veo.
-Te voy a pedir que me escuches unos minutos y después me interrumpes, me preguntas, lo que quieras. Tengo algo importante que contarte.
La ceja que aún quedaba baja en la cara del inspector se puso pareja a la otra.
-¿Del accidente? Bueno, tú dirás.
Se revolvió un instante en su silla.
-Han intentado matarme.
-¿Cómo?
-Pues con el coche ese…
-No, ya, bueno, quiero decir, ¿por qué? ¿Conoces al conductor?
-No, no, no es tan sencillo.
El ceño del policía se frunció y las arrugas horizontales de incredulidad se transformaron en verticales de escrutinio. Permaneció a la espera, a la escucha, inmóvil.
-Verás yo… yo no soy nadie conocido ni nada, claro… Ni es que sea nadie importante ni nada pero, bueno, para cierta gente si que soy, de alguna manera, un problema.
El tono era lento, tranquilo y pausado, con un poso de decepción.
-¿Tienes deudas, algún enemigo? ¿Estás metido en drogas?
-No, nada de eso, no. Deja que te cuente.
El paciente no podía verlo pero el subinspector acababa de dibujar un sinuoso interrogante en su libretita que repasaba de arriba a abjo y de abajo arriba, y redondeaba y acrecentaba el punto mientras esperaba a que el accidentado retomara el aliento.
-A ver.
-A ver… por donde empiezo. No es nada de drogas, no me dedico a eso. Ni tiene que ver con el trabajo. Yo no tengo estudios. Estudios formales. Pero eso no quiere decir que no haya estudiado.
A mi manera he estudiado: algo de física, economía… historia. Muchas cosas. Y muy dispares, la verdad… Pero todo está relacionado de cierta forma, ¿no es verdad?
El inspector lo miraba ahora acodado en el reposabrazos de su silla con la mano que sujetaba el bolígrafo tapándole la boca y la mirada aguzada. Como pensando precisamente en que ralación podría tener todo aquello con accidente rutinario del cual estaba elaborando el atestado.
-Quién calla otorga, ¿no dicen eso también?
Prosiguió el paciente y amagó una sonrisa seguida de unas breves toses.
-La cuestión es que he descubierto algunas cosas, nada que no sepan muchos, pero sí algunas cosas que no sabe la mayoría de la gente.
-¿Por ejemplo?
Lamentó la interrupción y el escepticismo desde su cama con una leve mueca de condescendencia.
-Cosas, por ejemplo, como que los bancos fabrican el dinero para ellos mismos. O que, muy posiblemente, se estén bloqueando ciertas teorías científicas que podrían conducir a un cambio de paradigma en la energía. O que nuestra historia se parece en poco o en nada a lo que nos contaron a todos en el colegio.
El policía suspiró profundamente.
-Crees que estoy loco, ¿no? ¿Qué va a tener que ver el colegio en todo esto? Pues sí, sí. El colegio. Desde el colegio. Porque a los profesores les paga el sueldo el mismo que decide lo que se enseña.Y el que decide lo que se enseña decide lo que se sabe, y, más importante, lo que no.
Porque si la gente no sabe cómo, no sabe el cómo, no sabe ni siquiera que les están robando... a manos llenas, no puede ni quejarse, son esclavos y ni siquiera lo saben.
Sí, esclavos, ¿de quién? Pues de algunas personas a las que no les interesa que se sepan una serie de cosas. Ellos fabrican el dinero mientras los demás nos pasamos la vida trabajando para ganarlo. Compran a los políticos, los gobiernos, los ponen ahí, les pagan su sueldo.
Y ellos pagan a los maestros y les dicen qué enseñar pero los maestros ni siquiera saben. Y la gente, mucha, la mayoría, vive como esclavos, con mejor o peor suerte y sienten que son esclavos, y saben que están jodidos sólo que no saben bien por qué. Se quejan, sí, y hacen manifestaciones y huelgas y se quejan de los políticos, pero no logran apenas… ni arañar la falsa apariencia de justicia de la que el sistema se ha dotado y nos han inculcado desde niños, en las escuelas, en las familias.
Y se enfadan, rompen y queman cosas y creen que lo hacen por esto o por aquello otro, por este gobierno o por aquél, pero la verdad es que están jodidos desde mucho antes de todo eso.
Y además, cuando se cabrean, les mandan a tus colegas, los de las porras, les mandan a otros esclavos que también están jodidos y cabreados y con ganas de desfogarse. Los unos contra los otros. ¿Y quién los manda? Pues el mismo que les paga el sueldo a unos maestros que ya se han asegurado de que no sepan, para que no puedan enseñar, el mismo que te paga el sueldo a ti, sin ir más lejos, sí...

El discurso fue largo, concediendo a cada palabra su peso y su tiempo, a merced del estado febril del paciente. Un estado así podría justificar ciertos delirios. Durante la larga charla el rostro del subinspector iba palideciendo hasta que por fin se levantó de su silla. Su mirada era severa y sus palabras fueron calmas:

-Vaya, parece que eres muy listo pero, ¿puedo hacerte una pregunta?
El paciente se dio entonces cuenta de su irremediable error, sus propias palabras le había llevado a la conclusión correcta sin ser capaz de preveerla, la metáfora se había convertido en realidad. Enmudeció y el policía no aguardó respuesta:

-Con lo listo que eres, ¿tú crees que el que me paga a mí el sueldo va a permitir que un mierdecilla como tú le desmonte el tinglado?
Se dirigió con toda tranquilidad a esa máquina con una línea verde que marca el ritmo cardíaco. El pitido dejó de sonar.
-Igual no eres tan listo como te crees.
Se acercó a la cabecera de la cama con una almohada que extrajo de un pequeño armario en la habitación. Fundido en negro. Fin.

viernes, 30 de septiembre de 2016

Los presos

Todos los presos contemplaban con la mirada perdida el horizonte a través de la alambrada con las cabezas alineadas como girasoles. Él miraba las rejas.

jueves, 8 de septiembre de 2016

Suenan las trompetas


Una hilera de miles de hombres, más o menos regular se extendía a los pies de la loma, sobre el verde moteado. Por delante la pradera y, más allá, lejos del alcance de las flechas, otra hilera de hombres pertrechados para la guerra. Metal, cuero y madera. Y el humo de las hogueras, recortado contra el cielo, en el horizonte.

Los tambores son sólo el preludio del desenlace inevitable, serán las trompetas las que señalen la hora decisiva. Hombres asustados como niños, niños pretendiendo ser hombres. Algunos rostros de mármol helado conocen bien lo que les espera y tratan tal vez de atisbar sin certeza lo que el destino les depara.

Muchos saben que van a morir hoy. Algunos gimotean, otros blasfeman y vociferan canalizando su frustración hacia el único lugar posible, el adversario. Después de todo no es que tengan gran cosa que perder.

Lo más lamentable es ver a niños ocupando el lugar de los hombres que no son, ataviados con alguna pieza de armadura demasiado grande para su talla o un arma que apenas pueden mover, casi como si de un baile de disfraces se tratara. Una fiesta, un espectáculo, una farsa. Suelen ser los primeros en caer de este ejército de bufones y juglares al servicio del rey. Esta compañía de actores itinerantes dispuestos a interpretar su papel. Soldados, mercenarios, asesinos.

Algunos esperaban y deseaban este momento y ya están pensando en el botín que aún han de tomar. Muchos no vivirán para disfrutarlo. Pero los que vean pasar este día, lo recordarán por siempre. Incluso los que ya llevan a sus espaldas muchos días como éste, grabados a fuego en la carne.

Al final, después de todo, unos morirán y otros vivirán. Y es difícil decir quienes de los dos serán los perdedores, viendo estas miserables vidas.

Alguien podría pensar que el peor momento es la batalla. Cuando se decide todo. Y tal vez lo sea para los que no ven otro día más, para el resto no es así. Lo peor viene después. La sangre formando charcos. Los gritos agonizantes de los hombres mutilados, la piel retorcida bajo el fuego, los miembros desperdigados lejos del que ya no es más su propietario.

Es entonces cuando el Rey cruza sobre su caballo, marcando un paso ridículo, los despojos de la contienda, flanqueado por su séquito más próximo. Y toma para sí unas tierras, una fortaleza, un derecho. Eso es lo que va a suceder hoy aquí.

A su paso lo contemplan niños con los rostros desfigurados de sangre y de barro, con ojos fijos e inertes como el cristal. Con la boca entreabierta, inmóviles mientras la sangre y el resto de sus fluidos abandona lentamente sus cuerpos. He visto demasiados.

Y el Rey, con gesto altivo y el rostro tenso, como si hubiera alguna vez notado caer el filo de una espada sobre su escudo en una campo de batalla, cabalga en modo de aprobación sobre lo aquí acontecido. He visto ya demasiados.

Un joven trata de colocar una flecha en su arco. Le tiemblan tanto las manos que es incapaz de atinar con la cuerda. Largas gotas de sudor le limpian las mejillas de polvo al deslizarse. Está nervioso, sabe que va a morir. Y no puede hacer nada para impedirlo.

Sigue sin dar con la muesca de la madera. Su miedo será su perdición. Podría no ser así, podría tener más posibilidades que hombres mucho más viejos. Pero aún está intentando preparar su arco. Un temblor largo e incontrolable. Está empezando a ponerme nervioso a mí.

Le agarro con firmeza la mano con la que intenta cazar la cuerda de su arco. El temblor desaparece y noto el peso muerto de su brazo. Lo dejo caer hacia su pecho tensando la cuerda con la madera hasta que se inserta en la hendidura. Sus ojos se apartan de la flecha y se elevan hasta los míos siguiendo el curso de mi brazo.

Por el camino, cada cicatriz le va contando un poco de mi vida hasta que su mirada se detiene en la mía. Mientras balbucea un agradecimiento sus ojos escrutan mi cara. Arriba y abajo del parche asoma la huella del tajo que me arrebató un ojo. Por su expresión, adivina que tampoco tuve un rostro agradable antes de perderlo.

Continúa diciendo que no debería estar ahí, casi como un susurro para sí, que no cree en la causa del Rey. Cuantos más hombres así te rodeen más posibilidades tienes tú de salir con vida. Más tiempo para reaccionar mientras los abaten. Por otro lado, si son demasiados en el conjunto, las cosas se pueden poner complicadas. Pero nada de eso importa. La cuestión es que ya he visto demasiados.

-Dentro de poco darán la orden de cargar. Cuando suenen las trompetas no corras como un loco. Tampoco te quedes rezagado. Deja que algunos te aventajen un par de pasos. Al llegar al cruce, mantén los ojos en las puntas de la lanzas. Avanza si es necesario para colocarte entre ellas. Usa a tu favor el escudo de tu enemigo pero no pierdas de vista su espada.

Si sobrevives a la primera ola ya no habrá frente. Todos los flancos son frente. No acudas en auxilio de nadie. No puedes ayudarles. Los muertos no pueden ayudar a los vivos. No te detengas, bascula tu cintura de un lado a otro. No avances hacia el enemigo. Deja que se aproximen.

Cuando te encaren has de ver venir el golpe. Has de esquivarlo y devolverlo en un solo movimiento. Si necesitas más de dos golpes para abatir a un enemigo es probable que acabes el día con un trozo de acero en mitad de la espalda.

Si oyes gritar a alguien “flechas” busca refugio bajo un escudo, un cadáver o una piedra porque lloverá fuego. Se pega al cuero y la piel y si lo dejas arder te horadará hasta el hueso. Al final quedarán unos pocos. Si estás vivo para entonces, no te confíes. Los que quedan en pie han sabido abatir al resto o a los que los abatieron. No dejes que te rodeen, si te hace frente más de uno retrocede.

Y sobre todo, cuando llegue el momento, que no te tiemble la mano. No te prometo nada pero mantente cerca de mí. Tal vez salgas vivo de esta.

Suenan las trompetas.

viernes, 15 de julio de 2016

Mucha mierda

Lucha por sobrevivir en un lugar donde vivir no vale la pena. Porque en ningún lugar donde tienes que luchar por sobrevivir, vivir vale la pena.
Es una existencia miserable por definición, por mucho que pretenda disfrazarse superficialmente con lujos o placeres. En su fondo, en su raíz, hay sólo miserable podredumbre.

Sólo los ignorantes pueden disfrutar de su propia ignorancia, del mismo modo que sólo los cerdos pueden disfrutar revolcándose en su propia mierda. Porque eso es lo único que hay: una inmensa tarta de mierda que se reparten entre unos pocos con avaricia. Y los de abajo se desviven por saborear algunas migajas de esa sublime mierda. De algo han de llenar el vacío de sus cabezas, de sus corazones y de sus almas. No son otra cosa que la mierda que ambicionan. La mierda que como un virus ha corrompido el mundo. La vida misma.

Su fortuna es que la razón no les alcanza para comprenderlo. Aún así, conocerán las consecuencias en cada una de sus absurdas y patéticas vidas. Su suerte es que la inconsciencia les permitirá seguir sonriendo mientras chapotean cual rana en el agua de la olla que la hervirá. Y dicen, en la vida hay que luchar. Para sobrevivir. Caminan y no saben hacia donde. Andan, pero ni siquiera saben para qué. La más pura y necia inercia. Al fin y al cabo, es lo que todo el mundo hace. Quizás no haya otra opción. No por ello se enfría la verdad ardiente bajo las cosas. Debajo de toda la mierda.

Muchos se han dado cuenta antes, claro. No es algo que uno pueda solucionar. Sólo queda tratar torpemente de huir de un destino inevitable. Unos se aferran al dinero, otros al amor, a las drogas. No hay huida posible. Como limpiar con trapos sucios, apenas logras cambiar la mierda de sitio. Siempre, en todo momento y en todo lugar, estarás rodeado e impregnado de esa mierda. De la mierda que eres.

Y dicen que en la vida hay que luchar. Como correr tratando de escapar de tu propia sombra. Hay que luchar por la imprescindible porción de vital mierda. Seguir comiendo para seguir cagando. Para volver a comer y volver a cagar. Los de encima en los de abajo. En realidad no hay un arriba o un abajo. Sólo mierda, mires donde mires. Todos tarde o temprano nos vamos. Dejamos aquí nuestras cabezas de mierda, nuestros corazones de mierda y nuestras almas de mierda. Las dejamos aquí, generosamente, para que esta vida de mierda pueda continuar. ¿Con qué objetivo? Pues en nuestro caso, seguir revolcándonos en nuestra propia mierda.

Y cuando acaece el dolor o la tristeza lamentamos nuestro infortunio como un castigo divino. Como una tormenta desatada tal vez en venganza por los dioses. Como si las tormentas vinieran de ninguna parte. Exacto, de la misma mierda. Una enorme mierda con grandes aspiraciones frustradas. Una gran torre de babel, de mierda. Por eso no se sostiene. La mierda se puede apilar hasta cierta altura antes de que se desmorone, no más allá. ¿Y yo? Simplemente me limito a recordaros la mierda que somos. La mierda que sois. Podéis pensar en el suicidio, pero no. Ni la muerte podría limpiar este lugar.

jueves, 14 de abril de 2016

No me gustan las mentiras

-No me gustan las mentiras.
-¿No se te da bien mentir?
-En realidad supongo que es por miedo.
-¿Miedo a que te cojan?
-No, no es eso.
-¿Entonces qué?
-El problema es que se me da demasiado bien.
-Ya. ¿Y eso es lo que te da miedo?
-Lo que temo es no poder volver a recordar qué es verdad. Tampoco me gusta la violencia.
-Vaya. Creo que empiezo a entender tu miedo.
-No es una sensación agradable.
-No, no lo es. Te gusta la verdad. ¿Aunque dé miedo?
-Supongo que sí.
-No lo dices muy convencido. Al fin y al cabo, ¿qué es la verdad, no? Quiero decir, todo depende del punto de vista, ¿no?
-Los puntos de vista dependen de los puntos de vista y los hechos son los hechos.
-¿Sin relación?
-Los hechos se observan desde un punto de vista.
-Por eso, sólo tenemos un trozo de esa verdad. Hay muchas verdades.
-Hay muchos puntos de vista.
-¿Y cuál es el correcto? Todos creen tener razón.
-Todos los que no mienten. Y no hay tanta gente honesta.
-¿Crees que dos personas honestas no pueden tener un punto de vista opuesto?
-Claro que sí. Uno se puede equivocar. Incluso se pueden equivocar los dos.
-O podrían estar los dos en lo correcto.
-No, no creo. Si estuvieran los dos en lo correcto creo que acabarían por darse cuenta.
-¿De qué, exactamente?
-De que están viendo lo mismo desde dos puntos vista distintos.
-¿Y qué diferencia esos puntos de vista?
-La información. Los hechos. La verdad.
-Y las mentiras.
-Sí, también las mentiras.
-Y no te gustan las mentiras.
-Eso es.
-¿Tú no mientes nunca?
-Eso no es lo que he dicho.
-Vaya, esto pone las cosas interesantes.
-¿Crees que te he mentido en algo?
-Bueno, si mientes tan bien como dices, tendré que pensar que no me habría dado cuenta.
-Si no te hubiera mentido, tampoco te darías cuenta.
-Ya veo. Supongo que tendré que concederte el beneficio de la duda.
-¿Quiere decir eso que dudas de mí?
-De todos y de todo. No es nada personal.
-Sólo negocios.
-Bueno, aquí todo son negocios, ¿no?
-Todo, nada, siempre, nunca. Son palabras muy grandes.
-Ya veo. Tú eres diferente. No es que todos seáis iguales. Es que sois todos diferentes. Igual de diferentes.
-No me considero especial.
-Que alarde de humildad.
-Es la verdad.
-La verdad no existe.
-¿De veras lo crees?
-¿Qué más da verdad o mentira? Mejor mentiras dulces que verdades amargas.
-Ese es tu punto de vista.
-Te recomiendo que disfrutes de las mentiras mientras puedas. Ojalá duraran por siempre.
-Siempre es mucho tiempo.
-¿Nada dura siempre, no?
-O tal vez sí, yo qué sé.
-Así que no lo sabes todo, ¿dónde tenías guardada tanta modestia?
-Todos tenemos dudas. Desconfía de quien no tenga ninguna. Probablemente mienta o esté equivocado.
-Descuida, ya tengo la vacuna contra sectas y predicadores. Tuve una educación religiosa. Eso sí que es una gran mentira.
-En cierto modo, claro.
-¿En cierto modo? ¿Cómo puede haber gente que siga creyendo en esas bobadas? Es completamente absurdo. No es más que una estafa, un negocio.
-Ya, yo también pasé por esa fase.
-Que ya pasaste por ¿esa fase? Odio esa expresión. No te das cuenta de lo presuntuoso que suena. Es como, oh, bueno, yo ya estoy por encima de esto, ya aprenderás.
-Es la verdad.
-Y también odio esa moda de la sinceridad que sirve como excusa para decir cualquier cosa que a uno le venga en gana. Algunas cosas mejor ahorrárselas. Entre ellas la educación religiosa.
-Desde luego.
-¿Entonces a qué viene lo de la fase?
-¿Crees que las catedrales se sostienen también sobre mentiras?
-¿Y eso que tiene que ver? La mitad de los curas son pederastas. Y la otra mitad maricones. Más de la mitad, porque algunos son pederastas y maricones.
-Ya veo que no te fue bien en el colegio.
-No se puede decir que no aprendiera.
-Las mentiras se las lleva el viento. Nada dura mil años sin tener algo de cierto.
-¿Qué? ¿La bíblia? Pero no me hagas reír, si es un cuento para niños.
-También lo es caperucita roja.
-Exactamente. ¿Y?
-Pero encierra algunas lecciones valiosas.
-No creía que fueras tan moralista.
-Ni yo que pensaras que todos los lobos son igual de diferentes.
-La bíblia está llena de mentiras.
-Cierto. Y de verdades también.
-Creía que odiabas las mentiras.
-Y así es.
-Si todo está mezclado, mentiras y verdades no se puede distinguir una cosa de otra. La bíblia es una mierda.
-En la vida sucede exactamente igual, ¿no te parece?
-¿Qué quieres decir? ¿Que la bíblia es un reflejo de la vida? ¿Qué tontería es esa?
-Sólo digo que la escribieron personas. Es natural que así sea.
-No sé como te puede gustar eso.
-No he dicho que me guste.
-Seguro que te la has leído. ¿Te la has leído?
-En realidad no.
-Vaya, pero si es la palabra de Dios.
-¿Crees que no existe la verdad pero crees que existe Dios?
-Era tan sólo ironía. Eres tú el que cree en Dios.
-No, yo sólo creo en la verdad. No me gustan las mentiras.

viernes, 11 de marzo de 2016

La magnitud del vacío


¿Cómo puede ser que me acuerde cada puto día de mi vida? Nunca lograría recordar tan bien nada que quisiera recordar. Con puntualidad Kantiana. Más aún, con puntualidad de tragedia griega, mitológica. Con la misma puntualidad que el águila descendía sobre el hígado de Prometeo, encadenado en la roca. Al menos él sabía a que dios había cabreado.

Uno ni siquiera tiene el consuelo de saber que está sufriendo un castigo. Tal vez aliviaría, aún sabiendo que fuera a cadena perpetua y que la redención no existe. Serviría al menos para comprender. Tal es la magnitud de mi vacío.

Nada se mueve, nada respira. La muerte, es. Es el silencio, implacable. Y si una palabra golpea tal hueco, si un leve gesto le infunde su inercia, a cualquier pedacito olvidado de nada, no se dentendrá nunca. Seguirá su camino impasible hasta dar con los límites mismos del limbo y rebotará con otros pedazos de olvidada nada, que a su vez darán con otros más y el movimiento ya no se detendrá nunca, y se formarán nubes de polvo y arena, bailarán los cometas, nacerán las estrellas, negras y blancas, y trozos de nada girarán sobre ellas.

Algunos de hielo, otros hirvientes, girarán por siempre ya enloquecidos, sin hallar descanso, ya, en mi mente, sin poder hallar la paz del olvido. Girarán eternos hasta que muera el tiempo. Tal es la magnitud de mi vacío.

domingo, 6 de marzo de 2016

Esperando a un tren

Lo venía pensando desde hace tiempo. Algún día de estos cogería el tren. Ese tren que lleva al lugar de donde no se vuelve.
Era desde luego bastante triste, pero le había dado vueltas al asunto hasta conseguir que no pareciera un drama. Simplemente la vida había dejado de interesarle.
No encontraba aliciente ya en nada. No era una cuestión de baja autoestima o el producto de un impulso depresivo o maníaco.
Con la depresión llevaba conviviendo más años de los que podía recordar. El mundo era un lugar inhóspito para él. Donde nostros vemos un formidable y sólido edificio el veía los cimientos podridos que los sustentan.
Incluso las madrigueras de las ratas que habitan entre ellos. Y las lombrices retorciéndose y horadando la tierra. Las distintas capas de mugre que componen el propio sustrato.
El problema de su enfermedad era que estaba fuera de su cuerpo.

Cada vez creía comprender mejor el mundo y cada vez le repugnaba más. Y no había en ello reconciliación posible. Llegó a la conslusión de que la vida no valía la pena entre sus semejantes. Lo curioso es que estaba razonablemente agusto consigo mismo, y los demás no podían ser tan diferentes. Lo cierto es que que se cansó de esta mierda de mundo.
Salud, dinero y amor. En realidad no tendría que ser tan difícil comprender porqué. Simplemente, un día salió a dar un paseo.

Era de madrugada y llovía a cantaros cuando salió. Ni siquiera se puso calcetines. Se enfundó su chaqueta y un gorra para evitar las molestas gotas. No le preocupaba en absoluto empaparse.
Caminaba con las manos en los bolsillos, repasando sus pensamientos y la validez de sus conclusiones. Todo era un gran error. No, no su decisión. El mundo. Tal vez la vida.
Toda su belleza no hacía más que magnificar la tragedia. Eso es lo que todo según él iba a ser: una gran tragedia colectiva. No veía la necesidad de participar más en ella.
Y, por supuesto, había renunciado a toda esperanza de intentar hacer algo para variar el curso de los acontecimientos. No valía la pena. El mundo, los demás, no valían la pena. Si ese debía ser su destino, que así fuera.
Apenas contemplaba la posibilidad de estar equivocado. Calculaba que podría alargarse más o menos la agonía. Nada le hacía pensar lo contrario y multitud de hechos señalaban en esa dirección.

La avaricia terminaría por hacer caer todo el edificio y, aún de no ser así, no había cabida para gente como él. Se sentía profundamente incómodo ante las mentiras y eso, en esta sociedad, más que un lastre es una discapacidad. Inhabilitante en tantas y tantas cosas. Demasiadas cosas. Y siendo además la verdad algo tan escurridizo, no mejoraba la situación. Aún así contaba con pruebas más que suficientes para su veredicto. Sería uno más de los que se quedan por el camino mientras todo sigue funcionando perfectamente para otros tantos. Aunque también ellos saben que no. Pero eso era irrelevante. Tan irrelevante como su propia vida.

La lluvia concedió una tregua. Paseaba por ese ambiente tan particular que son las calles mojadas y vacías en la madrugada, a la luz estridente de los semáforos. De hecho cubría un trayecto muy concreto, en dirección a un paso a nivel. Iba a coger el tren. O el tren lo iba a coger a él. Tal vez todo depende del punto de vista. Caminaba en la más absoluta tranquilidad, la de una decisión ya tomada, a través de las aceras nocturnas.
Algunos ven en el suicidio la máxima expresión del nihilismo. Tal vez todos los nihilistas estarían muertos si no fueran tan sólo hedonistas. Claro que aquellas alturas poco importaba, que resuelva cada cual sus problemas, él iba a resolver los suyos.

Llegó a las vías. Ninguna barrera, tan sólo un improvisado camino entre la vegetación hecho como todos, a fuerza de pasos. Caminó algunos pasos sobre las traviesas y la gruesa grava. Miró al horizonte, donde aquellas paralelas parecían juntarse. Sabía bien que no. Miró hacia el otro lado. Sintió curiosidad acerca de la dirección por la que vendría el tren. Algo a todas luces irrelevante, desde luego. Decidió concederse algo más de tiempo, se encendió un cigarro. Tal vez esperara a que pasara alguno. Desde luego no tenía ninguna prisa.
Dicen que el tiempo es oro y con prisas vivimos todos, pero lo cierto es que el tiempo sólo tiene algún valor si tienes algo que hacer con él. Si quieres hacer algo con él. Y a él, bueno, al parecer le sobraban unos cuantos años.
No deja de ser paradójico. Algunos matarían por unos años más de vida. O por un cuerpo completo y normal con todos sus órganos funcionales. Quizás ese fuera precisamente el problema. A él al parecer le sobraban años. A pesar de su miseria económica iba a morir bastante rico. Tenía, con suerte, media vida aún por delante.

Estaba sentando en una roca húmeda apurando ya su segundo cigarro. Qué mal repartido estaba todo. Las ganas de vivir con la capacidad para ello, por ejemplo. Escuchó a lo lejos el murmullo del tren que poco a poco iba creciendo. Le quedaban aún unas caladas, la luna estaba redonda como un plato en el cielo, ya despejado. No hacía frío. Decidió dejarlo pasar con la excusa de prefigurar la escena. Aquello sin duda iba a doler, pero seguramente sería rápido. Eficaz. Efectivo. Eficiente.
Le preocupó por un momento que algo pudiera salir mal. Sería bastante patético. Se imagino semi parapléjico y amputado tratando de superar una barandilla para lanzarse al vacío. Si la montaña no iba a mahoma, mahoma iría a la montaña. Pero mejor que no fuera necesario.

El tren pasó frente a él. Iba muy rápido y aún así los vagones, con sus ventanillas iluminadas, se sucedieron largamente. Se puso de pie a pocos metros hasta notar la succión que generaba aquella enorme masa a una velocidad importante. Significativa. Suficiente. La corriente que levantó arrancaba algunas esquirlas ígneas del cigarro. Pensó al principio que sería bastante un solo paso en el momento apropiado, más que aguardar de pie el impacto. Pero llegó a la conclusión que sería preferible tumbarse con la cabeza en la vía. Y dejar la vida pasar.

El tren terminó de repente, mientras se llevaba su aullido lejos, en la oscuridad. Lo había visto pasar todo ante sus ojos y de repente, nada, se había terminado. O así era de esperar. Sin embargo, cuando el tren hubo desaparecido se encontró mirando cara a cara a una desconocida, con una expresión de desconcierto similar a la que debía presentar él.
-¡Joder!- Dió un paso atrás que casi le hizo perder el equilibrio.
-¡Ahh!- Exclamó ella al mismo tiempo.
Se hizo un silencio breve y extraño. Recompuso por un momento su ideas y dejó que su pensamiento se conviertiera en palabras:
-¡¿Qué haces aquí a estas horas?!- Sonó algo desquiciado, no daba crédito a lo que estaba sucediendo.
-¡Podría preguntarte lo mismo! Me has asustado, ¿sabes?
Valoró respuestas a la pregunta que no le fue contestada. No era fea. Tampoco guapa. Parecía cansada. Aquel pequeño sendero carecía de utilidad alguna más que el acceso a la vía. Respondió dándole la razón con media sonrisa y arqueando las cejas.
-¿A dónde vas?- Intentó que sonara algo más afable, con el fin de obtener respuesta esta vez. Pisó la colilla contra el suelo.
-¿Y quién dice que voy a alguna parte?- Parecía aún enfadada, quizás por el sobresalto. -Joder, de verdad que me has asustado.-Suspiró -¿No tendrás un cigarro?
Él metió la mano en el bolsillo sin mucha convicción y le alargó uno. Seguramente se iría pronto y podría continuar con sus planes sin inoportunas interferencias. Empezó a chispear levemente.

Ella cruzó las vías en unos pocos pasos para recogerlo, se lo colocó entre los labios:
-¿Y fuego?- Solicitó.
-¿Pero tú fumas o...?- Dijo mientras sacaba el mechero quedamente y le encendía el cigarro.
-¿No lo estás viendo?- Acababa de exhalar el humo de la primera calada.
Él volvió a arquear las cejas, esta vez con cierta condescendencia. Volvió a sentarse en la húmeda piedra mientras se encendía otro cigarro. Y aquella tía se había quedado allí, delante de él, fumando.
-Acabas de apagar uno, fumas mucho. Fumando así no morirás de viejo.
Se le escapó un ademán de sonrisa ácida. No constestó.
-¿Pero qué importa, no?- Siguió ella, con un tono de crítica agresivo, como si su actitud le ofendiera.
-No mucho, la verdad- Ya no había sonrisa en su rostro, fue más un lamento seco. Ella no parecía tener ninguna intención de irse. Le dio una calada al cigarro y repitió las palabras de él:
-No mucho- Él ignoró su tono de recriminación pero le empezaba a resultar molesta.
-Bueno, ¿no ibas a alguna parte?
-Igual sí.
-¿Igual?
-O no
-Veo que lo tienes claro.
-¿Y tú qué?
-¿Qué?
-Pues que qué haces aquí.
-Estaba... dando un paseo.
-¿Tomando el fresco, no? Ya...- Su tono era cada vez más mordaz.
-Pero bueno, ¿te molesto o algo, o qué?
-No, no, que va. La verdad es que me da igual. Me da exactamente igual.- Silabeó la última frase.
-Ya veo.
-He salido a dar un paseo... porque como hace una noche tan bonita... y a tomar el fresco- Hizo ademán de mostrar con el brazo los alrededores. El tono era abiertamente cínico.
-Lloviendo- Añadió él confirmando su mentira.
-¡Claro! ¿A quién no le gusta pasear bajo la lluvia? A ti te debe encantar.- Él encajó el golpe con una sonrisa amarga.
-Creía que te daba igual.- Se sacudió la afirmación de encima a la vez que la ceniza del pantalón.
-Y eso, ¿por qué?
-Acabas de decirlo.
-¿Y te crees siempre todo lo que te dicen?
-En realidad sólo me he creído eso.
Se quedaron un rato fumando en silencio.

-¿Me estás llamando mentirosa?- Haciéndose la ofendida. Él le dio la última calada al cigarro y lo removió con el pie contra el suelo:
-Sí.- Se quedaron en silencio se nuevo. Ella le clavaba la mirada y el prefería mirara a un lado. -Y qué, ¿sueles pasear sola por las noches... por sitios como... este?
-¿Y tú qué? Pareces un loco rondando en la oscuridad. O un violador.
-Ya. ¿Y siempre te paras a darle conversación a los violadores?
-Sólo si tienen tabaco. Dame otro cigarro, anda.
-Ya veo que no vas a ninguna parte.
-Pues no, creo que me voy a quedar un ratito. ¿tú no tienes pensado irte?
-No tengo prisa- Respondió consciente del doble sentido. Ella recogió el cigarro tendido y se sentó a su lado.
-Así que el señor no tiene prisa. ¿Y qué pasa si yo sí tengo?- Se giró hacia el lado y tuvo que alejar un poco la cabeza hacia atrás para mirarla, se había sentado muy cerca. La miró, en la oscuridad.
-Prisa, ¿para qué?- le preguntó buscando en el fondo de sus ojos. La respuesta en cambio, la encontró en sus labios, contra los de él. Le empezó a besar mientras él dejaba caer la mano por su cintura.

Húmedo e inesperado. La mano de ella fue al pantalón, aún sosteniendo el cigarro. Le besó algo más. Lengua, dientes contra el labio. Al poco se separó y se puso de pie. Le dio una calada al cigarro sin dejar de mirarle y lo dejó caer. Él empezó a desabrocharse la chaqueta. Ella buscó las bragas en la cadera, levantando la falda y bajándolas hasta sacar un pie de ellas, riendo. Se acercó a él de nuevo, se restregó un poco contra sus pantalones mientras él le iba quitando la chaqueta. No había donde poner las rodillas en forma cómoda en aquella piedra. Le volvió a besar, esta vez mordió él, con una mano bajo el sujetador desabrochado, y ya encajado entre sus piernas. -Fóllame.- Le susurró al oído, mientras se daba la vuelta, con la falda levantada, empujando con las nalgas desnudas sobre el bulto de su pantalón, mientras las manos de él se delizaban bajo su ropa.

Los dos sabían perfectamente, sin nunca decirlo, lo que hacía el otro allí. Años después, cuando les preguntaban cómo se habían conocido, respondían siempre: esperando a un tren.